La Teresona

Teníamos todo a excepción de un hijo y era eso lo que ella más deseaba. Vivíamos en la más elegante hacienda del estado, quizás no fuera la más grande ni la más rica pero sí la que destacaba por el esmero y empeño puesto en su cuidado. Era verdad que no la habíamos construído desde sus cimientos, con nuestras propias manos, sino que se trataba de una muy antigua herencia que se remonta hasta la época de la colonia. Sin embargo podíamos decir orgullos que habíamos levantado un hogar sobre la piedra más alta del valle de Toluca.

Pero Teresa no estaba feliz. La veía languidecer conforme los meses pasaban, uno tras otro, sin que ella pudiera concebir en su vientre algún atisbo de luz y vida. Intentamos cualquier cantidad de remedios y menjurjes, de calendarios lunares y solares, pero parecía como si el cielo no quisiera concedernos la gracia de llamarnos padres, hasta que llegó la vieja.

Un día se apareció por la casona pidiendo caridad. Teresa le abrió las puertas, la invitó a pasar a la casa, le dió de comer y la vistió. A pesar de su profunda melancolía siempre tuvo un instinto maternal por cuidar de los demás. Aquella anciana llegó a ser una visitante recurrente en nuestro hogar, con el tiempo ya no parecía necesitar de nuestro socorro y se convirtió en una compañía para mi esposa.

A los pocos meses esa amistad se consolidó. Yo me encontraba ocupado con el trabajo y otras tantas diligencias, sin embargo no fue difícil percatarse de que en nuestra casa empezaron a entrar y salir muchas mujeres, todas ellas como la vieja de aquel día, eran indistinguibles para mí pero mi esposa me decía que se trataba de sus amigas y eso parecía hacerla olvidar su verdadera pena.

En alguna ocasión tuve que ausentarme por dos semanas de nuestro hogar para llevar a cabo ciertos encargos. Al regresar un domingo por la mañana me encontré con mi mujer desnuda tirada en medio del jardín. Al centro había una fogata y todas la señales de lo que vulgarmente se conoce como un carnaval. Decidí no hacerle caso al asunto pero al poco tiempo un amigo muy cercano me contó que aquellos días en que yo estaba ausente se había visto en todo el cerro y principalmente en mi casa una bolas de fuego danzantes en el aire.

Debí de haber recordado estas señales que ya anunciaban la tragedia venidera pero todo ello pareció borrarse de mi memoria por arte de magia el día en que mi esposa, Teresa, me comunicó su inagotable felicidad al estar esperando por fin nuestra primer descendencia.

Desde ese momento el semblante de Teresa pareció haberse rejuvenecido diez años. Nuestra alegría era tanta como el día en que nos casamos. Mi amada Teresa parecía estar en un constante estado de embriaguez dichosa, sus ojos brillaban conmovidos, sus pómulos se

encendían de rubor a cada instante. Era como una jovencita que hubiese descubierto el amor por vez primera.

A pesar de esa turbación ella parecía saber exactamente y paso a paso todo lo que habría de acontecer. Lo primero que me dijo fue que las ancianas serían todas ellas las madrinas de su hija, invitadas de honor indiscutibles. Ella estaba por completo convencida de que en su vientre crecía una niña y no un varón como todo padre desea para su primogénito. A mí dicha distinción me pareció por completo anodina si podía presencia por fin el cumplimiento del sueño de Teresa. Los meses pasaron con una velocidad inusitada y cuando menos me di cuenta había llegado ya el día del alumbramiento. El nacimiento ocurrió con tranquilidad, en nuestra propia casa y ayudados únicamente por las amigas de Teresa.

No habían transcurrido ni siquiera catorce días desde el nacimiento de nuestra hermosa primer hija cuando con celeridad se llevó a cabo lo que yo creí era su bautizo pero en realidad se trató de alguna especie de ritual organizado por las viejas. A tal ceremonia no asistió ningún padre de la iglesia como habría deseado, pero yo me encontraba por completo en un segundo plano, en aquel momento sólo importaba mi esposa Teresa y nuestra adorada hija.

La ceremonia coincidió con el inicio del verano. Sólo hicieron presencia tres de las viejas, se presentaron “en nombre del destino”, colocaron un palo en el centro del jardín, vistieron a mi mujer e hija con vestidos y coronas rebosantes de flores, les dieron a ingerir una bebida desconocida y danzaron al rededor de ellas. Yo era un simple observador. Finalmente cada una de ellas se acercó a donde se encontraban las mujeres de mi vida y les entregó un obsequio que simbolizaba la belleza, la bondad y la gracia que serían tan características de nuestra hija. Yo estaba feliz de que toda aquella parafernalia estuviera próxima a terminar cuando repentinamente se apareció una última mujer, la más anciana de todas ellas, vestida con ropas como de treinta años atrás. Se aproximo al centro del jardín y con palabras casi ininteligibles dijo:

— Cuando la niña cumpla quince años deberá ser presentada a su verdadero padrino. Apenas pronunció aquellas palabras cuando el día radiante de verano se ennegreció. El cielo encapotado repentinamente se deshizo en lluvias y truenos inclementes. Mi mujer y corrimos para refugiarnos en nuestro hogar y las viejas desaparecieron. No volvimos a verlas en mucho tiempo. Después de todas nuestras súplicas y peregrinaciones parecía que por fin el cielo nos había concedido nuestro más ardiente deseo.

Ustedes, lectores de estas mis últimas palabras, se habrán percatado mucho antes que yo de la broma que el destino nos había jugado. Tardé mucho tiempo en unir las piezas de un

rompecabezas cuyos trazo final no me atrevía a mirar de frente. Durante aquellos quince años vivimos un sueño en el cual nuestra hija creció con el prodigio de una verdadera princesa y Teresa se volvió una madre abnegada por su cuidado y educación. Como si intentara compensar los errores cometidos por nosotros, sus padres, Teresa deseaba que su hija se convirtiera en un ejemplo de virtud —y lo era— pero acaso ni aunque se convirtiese en monja alcanzaría a pagar el precio de nuestra deuda, del voto que Teresa había hecho.

Conforme el plazo de tres lustros se acercaba tenía más sueños y pesadillas. En algunos de ellos volvía a ver con claridad los días que precedieron la noticia del embarazo de Teresa. Ahí me veía a mí mismo volviendo de un viaje de dos semanas, subía con ansias el cerro donde se encuentra nuestra casa y al llegar ahí, encontraba la fogata encendida y a Teresa desnuda, con el cabello suelto y desparramado cubriendo sus senos y retozando junto a ella había un hombre con tres cabezas, completamente peludo. A fuerza de conocer bien los calendarios lunares comprendí con insondable amargura que la cuenta de los días indicaban una sola verdad.

Faltando tres semanas para el cumpleaños decimoquinto quise escuchar de voz de Teresa lo que había sucedido. Sin embargo ella había caído en una ensoñación profunda que le impedía ver la realidad. Como si estuviera en un plano distinto, flotando, me dijo con toda naturalidad que ese había sido siempre el trato. Que las viejas brujas se habían acercado para ofrecer ayuda a un vientre yermo y le habían concedido el regalo de la concepción, el mayor placer terrenal, aquel que convierte a los mortales en creadores, casi dioses.

Con tranquila honestidad me confesó que muy pronto su hija debería ser presentada a su verdadero padre. Aquellas palabras pronunciadas con tanta ligereza derrumbaron mi realidad en pedazos, sentí cómo el temblor de mis huesos se unía con la fragilidad de todo cuanto me rodeaba, en mi interior percibí un cristal estallando junto con mi ilusoria felicidad. Desde ese momento mi corazón se empequeñeció a tal punto que no tuve ya nunca fuerzas suficientes para intentar cambiar lo inevitable.

El plazo fijado se cumplió. Vi salir al alba a Teresa, llevando de la mano a nuestra hija, ambas nuevamente radiantes en vestidos y coronas de flores. Hice una última suplica, sollozando, rogando porque se quedaran. Teresa me miró a los ojos, me besó, me dijo que confiaba en que les sería permitido salir algún día, me dejó despedirme de nuestra hija convertida en princesa. Se dirigieron a una de las cuevas del cerro, ahí esperaban las brujas. Adentrándose en las profundidades las vi a todas ellas desaparecer. Cuando tuve por fin el valor de atravesar el umbral no encontré nada más que el cuerpo inerte de la mujer con quien prometí compartir la eternidad. Dejo estas palabras escritas como testimonio de nuestra

historia, de las trampas del destino, del amor que profesamos a nuestra hija, a nuestro hogar levantado sobre la piedra más alta del valle de Toluca.