La niña araña

(Por:  Rodrigo Perea )

En aquella noche hacía un friazo, lo recuerdo muy bien. Durante el día los viajes habían estado flojos y quise seguir trabajando después de medianoche. También en la base de taxis todo estaba muy tranquilo así que busqué pasaje en los alrededores. Manejaba despacio por una calle sin luz cuando de pronto los faros del carro iluminaron a una niña pequeña, no debía de tener más de nueve u ocho años. Me acerqué con la intención de preguntarle si estaba bien, si necesitaba ayuda o que la llevara a algún lado, apenas estaba bajando la ventanilla para hablarle cuando ella abrió la puerta trasera del taxi y se subió con mucha naturalidad.

— Señor ¿podría hacerme el favor de llevarme a mi casa? Mire yo no tengo dinero pero mis papás le van a pagar bien.

Me dejó sin palabras, sin chance de negarme, cómo le iba a decir que no a una niña ahí solita en medio de la calle con el invierno pegando recio. Ella me indicó que la llevara rumbo al Cerro Trozado. Conforme avanzamos le quise hacer más preguntas, como qué hacía ahí tan tarde, que si le había pasado algo, que si estaba bien, pero ella nomás no respondía ninguna pregunta, sólo medio asentía y se quedaba mirando por la ventana.

Cuando llegamos a la calzada del panteón me cambió de rumbo y me dijo: —Ándele métase en esa calle pa’arriba, por ahí vivo.

Como no me decía nada ni me contaba qué le había pasado yo ya quería dejarla en su casa, la verdad me había puesto nervioso, las manos me sudaban y el cuerpo me empezó a temblar no sé si del frío o de que ya dentro de mí sospechaba algo raro. Nada más iba viendo por el espejo retrovisor la cara de la niña toda pálida y la mirada fija en quién sabe qué allá fuera.

Cuando llegamos a unos muros bien altos del panteón, no en la entrada sino en una barda altísima que lo rodea, la niña me dijo párese que aquí es. Me frené de puro reflejo, me estaba volteando para decirle cómo crees si aquí no hay ninguna casa, cuando me di cuenta de que ya no estaba ella en el asiento de atrás y la puerta estaba abierta. Me volteé para ver a dónde se había ido la escuincla y ahí estaba pegada al muro del panteón, trepando con sus patas esa barda como de cinco o seis metros y justo antes de pasarse al otro lado que voltea toda su cabeza para verme y vi que tenía los ojos bien rojos como inyectados de sangre.

Fue en eso cuando sentí el mero susto subiéndome todo el cuerpo. Yo pensé que ahí me iba a morir nomás de la impresión, me quedé todo frío y luego sentí caliente la cara, caliente como si la sangre a mí también se me hubiera subido a la cabeza y sólo podía pensar en esos ojos rojos. Mi única reacción fue salir a toda mocha con el carro de ahí lo más pronto

posible. Iba manejando tan rápido que en menos de cinco minutos ya estaba en la base de taxis contándole todo lo que había pasado a un amigo que me conocía de toda la vida.

La verdad es que estaba yo bien espantado pero no quería que se me viera con mi amigo. Nomás le conté cómo habían ocurrido las cosas pero intentando convencerme de que a lo mejor no había sido tan así, sino que ya del cansancio por trabajar de madrugada había visto mal o que me había equivocado. Mi amigo me escuchó todo lo que le dije sin cuestionarme nada, ni aunque le dije que la niña esa en realidad era una araña trepando para meterse a su casa que era el panteón, como que me lo tomó medio en broma y yo mismo también quería creer que no era cierto pero el susto no se me iba.

— Mira nomás cómo te dejó la chamaca araña —me decía como riéndose— mira estás todo temblando y sudando, ya mejor vete a tu casa a dormir que andas bien alterado.

Y no sé si fue por llevarle la contra, por hacerme el valiente o de verdad porque quería creer que todo eso me lo había imaginado que le dije:

—No, es que tengo que sacar la cuenta del carro, sino mi familia no come y ya va a ser quincena. Y me quise convencer de que el susto se me iba a pasar en un rato y que en realidad no me había pasado nada.

Seguí, pues, trabajando de madrugada buscando pasaje y curiosamente me salieron otros dos viajecitos. Con eso dejé de pensar tanto en el asunto aunque checaba bien de arriba a abajo a los pasajeros que subían no fueran a ser familiares de la escuincla. Ya eran casi las tres cuando me hizo la parada una señora. Le pregunté a dónde iba y me dijo aquí cerquita, nomás adelantito. Me animé a subirla porque creí sería el último viaje de la noche. Pero conforme fuimos avanzando me perdí, me mareó, me dijo que me diera vueltas aquí y allá, entonces que me dice:

—Vamos a recoger a unos familiares aquí adelantito, no se preocupe, no más dese vuelta aquí a la izquierda y poquito más adelante.

En eso yo creo el sueño ya también me estaba jalando las patas que no me fije por dónde andábamos, hasta que di una vuelta a la izquierda y ahí estaban los pinches muros grandotes del panteón. Me volví a frenar de sopetón y la señora yo creo se dió cuenta y me dice:

—Si quiere yo aquí me bajo, no se preocupe, puedo caminar y ya sé que le quedamos a deber algo. No se angustie, ahorita voy por dinero y le pago.

Escuchaba cómo venía su voz del asiento de atrás y la veía por el retrovisor, no me atrevía a girar la cabeza para verla de frente. Me pasó de nuevo lo mismito que antes, estaba como engarrotado y frío, nomás alcancé a voltear tantito la cabeza y de reojo vi cómo con

toda tranquilidad abrió la puerta, caminó unos pasos y se pegó un brinco hasta la orilla más alta de la barda, con la mismas patas que su hija y también volteó toda la cabeza con ojos ausentes y sangrientos y desapareció al otro lado.

En eso yo no podía moverme, pensé que se me había subido el muerto como que quieres gritar y llorar para que alguien te despierte o te saque de esa pesadilla tan real. Yo sentía que me iba a morir ahí mismo cuando me vino a la mente el pensamiento de que seguro la ñora araña iba a regresar, que iba a venir con toda su familia y me iban a meter a la fuerza al panteón o a su nido.

Saqué fuerzas de no sé dónde para irme bien tendido pisando el acelerador hasta el fondo. Sentí que sí lo iba a lograr, que me iba a escapar por fin de esa pesadilla en que yo solito me había metido, sentí que ya estaba casi llegando a mi casa para contarle a mi mujer lo que había pasado cuando ya nomás vi una luz blanquísima y sentí el madrazo de frente.

Me dijeron que me fui a estrellar con el taxi ahí en la esquina del panteón, que nunca salí de esos rumbos. Pero lo grave no fue tanto el accidente sino que apenas después del choque y abrirme la mollera me agarró un infarto. Aunque tuve suerte, estuve quién sabe cuánto rato muerto, quién sabe cuántos minutos sin oxígeno. Alcancé a sobrevivir pero quedé tullido sin ya nunca poder mover mis piernas ni mis brazos y con la mitad de la cara babeando.

Yo sé lo que vi y lo que pasó en esa oscura noche de invierno. Por eso ahora nomás me queda contar lo ocurrido y el consuelo de que mi mujer me cree y mi amigo también. A la niña araña y a su familia otros más la han visto andar por ahí o en panteones cercanos. A veces no duermo pensando en que van a venir a buscarme quesque para pagarme lo que me deben, jijos de la chingada.