
La Tlanchana
(Por: Rodrigo Perea)
Mi padre fue toda su vida un pescador, a mi madre no la conocí y fue él quien me dió lo necesario para sobrevivir. Recuerdo las historias que me contaba cuando era un niño. Decía que sus papás y los papás de sus papás habían dedicado su vida a vivir entre el agua; eran pescadores y cazadores de aves fluviales, además fabricaban y vendían todo lo relacionado a ese oficio, a los habitantes de esa zona del valle de Toluca les decían los “hombres de las redes”, los matlatzincas.
Entre ellos se creía en la existencia de una diosa acuática. En ocasiones, contaban, se le podía observar posarse en un islote, completamente desnuda con el pecho cubierto sólo por un collar, algunos dicen que fabricado de piedras preciosas y otros que de huesos humanos, lo cual acentuaba aún más su trágica belleza de sirena. Aunque su cola cambiaba, unas veces era de pez y otras de serpiente, es por eso que algunos contaban que era una advocación más de la diosa Cihuacóatl, la mujer serpiente, y otros tantos la reverenciaba por su parentesco con Tezcatlipoca, el dios de lo invisible y la oscuridad.
Su nombre común era la Tlanchana o Atlanchane; la que tiene una casa en el agua. Entre estos pobladores no había deidad más importante que ella, pues era quien les preveía de alimento, de buena pesca o en su defecto quien causaría las tormentas y nubes que harían imposible navegar o se llevaría consigo a todos los animales del lago si su humor así lo dictaba. Era una diosa sensible, cambiante y en ocasiones caprichosa. Todos los pescadores tenían en sus casas un pequeño altar dedicado a ella, con figurillas de barro mostrando a la sirena del valle. Cada cierto tiempo le llevaban ofrendas al islote en donde hacía sus apariciones y dedicaban cantos en su honor. Era ella como una madre generosa que prodigaba a sus hijos protección y sustento. También tenía poderes adivinatorios y a través de los más ancianos era consultada sobre las épocas de pesca, de siembra o incluso de matrimonio.
Bueno, todo esto son las historias que mi padre me contaba. Hoy en día casi todos estos lagos y pantanos de Metepec y Toluca han desaparecido aunque aún sobreviven algunos en reservas naturales. Nunca creí realmente en la existencia de esa sirena, me parecía todo ello como sacado de un cuento de hadas, o más bien como creencias demasiado antiguas, de épocas remotas cuyos inventores habían dejado de existir y por tanto también los dioses a los que ellos daban vida con sus relatos. Hasta el día del encuentro.
Era época de lluvias aunque ese día el sol brillaba radiante sobre el cielo. En la oficina habían organizado una pequeña excursión cerca del río Lerma. Honestamente había ido para distraerme de una depresión que se estaba apoderando de mi vida. Apenas dos meses atrás había terminado con mi novia. Habíamos estado juntos por casi cuatro años, entre nosotros
había un entendimiento como pocas personas experimentarán nunca con su pareja, la amaba verdaderamente pero a pesar de eso me sentí atraído por otra mujer, sentía la tentación de dejarme llevar, la idea de lo prohibido me embelesaba, la tensión del erotismo me nublaban la mente. Tener un secreto sólo para mí. Había construído un castillo de naipes detrás del cual me ocultaba. Pero al final la verdad siempre se revela. Quizás yo mismo —aunque inconscientemente— me esforcé en mostrarme, en quitarme la máscara. Y todo terminó de un momento a otro. Ninguno de los dos soportó el peso de nuestra verdad. Me quedé completamente solo en un instante, como siempre lo había estado. Pero de alguna forma tenía que continuar, ese era el camino que había elegido.
Estábamos entonces todos mis compañeros de oficina y yo en el campo abierto, la naturaleza, el agua, algo de eso me hacía falta, dejar de pensar y emborracharme de ser posible. Había muchas personas, algunos hombres, compañeros poco interesantes y mujeres con quienes me dejaba llevar por la idea de atraerlas, que se sintieran repentinamente enamoradas de lo que yo podría llegar a ser. Pero a pesar del fuego interno que me quemaba y de mi gran deseo por anularme o quizás afirmarme en la posesión de otro cuerpo, no tenía suficientes fuerzas para ser el Don Juan que tanto necesitaba. Estaba completamente destruído por dentro, cualquier atisbo de banalidad o de tontera me quitaba las ganas de relacionarme con alguien. Sólo era capaz de anegarme en el alcohol.
No sé cuánto habré bebido, entre cervezas, vino y moscos —una fermentación típica de naranja— tomé un poco de todo. Me encontraba francamente a gusto. Estaba muy parlanchín, iba de un lado a otro coqueteando con quien se dejara pero el tedio me invadía siempre. Todas esas personas, trabajadores de oficina, algunos ya convertidos en padres de familia, otros con planes de serlo, pero todos con una existencia egoísta y trivial. Me di cuenta en esos momentos de que no quería seguir por ese rumbo. Aunque este tipo de distracciones y actividades me mantenía a flote comprendí que pronto me convertiría en un muerto en vida.
Me puse a caminar por entre la orillas del lago que había crecido con las lluvias. Conforme me retiraba más, me sentía más solo, sabía que a nadie le importaría mi desaparición, me alejaba de personas a las que no les importaba en realidad y a quienes me aferraba para no enfrentarme cara a cara con la soledad.
Seguía bebiendo de una botella de vino que sustraje sin que nadie se diera cuenta. Debían de ser las siete u ocho de la tarde pues estaba a punto de atardecer. El cielo relucía totalmente descubierto, los tonos rojos y naranjas incendiaban el horizonte y cualquier punto a donde mirase. Seguí adentrándome lo más que pude en la espesura del campo junto al lago. Atravesé una cadena de árboles y entonces observé un islote en medio del lago.
Me acerqué, quería simplemente abandonarme, sentirme por fin completamente solo. Habían unos cuantos troncos dispuestos de tal forma que se podía atravesar el lago y llegar al islote. Así lo hice. Seguí adentrándome, pensando en que algo dentro de mí había comenzado a morir desde mi ruptura, algo esperaba a ser expulsado de mi interior. Di la vuelta a toda la ínsula y cuando me encontré en el lado opuesto a donde comencé me percaté de la silueta de una mujer.
Su figura se recortaba perfectamente frente a la bola de fuego que descendía en el horizonte. Era una mujer hermosa, de cabellos largos y negros cayendo por su espalda. Estaba bañándose al atardecer que parecía un caer de ángeles. Seguí observando agachado, intentando no hacer ningún movimiento para no ser descubierto. Ella tocaba delicadamente cada parte de su cuerpo con sus manos en un ademán de caricia más que un acto lavatorio. Estaba desnuda.
Pude ver claramente cómo deslizaba las manos desde la cintura hasta bajar a los pies sumergidos en el agua, cómo se mostraba completamente ante mí. Entonces se dió media vuelta para salir del lago y vi el collar que colgaba de sus pecho: eran huesos. Como un rayo me atravesó el recuerdo de las historias contadas por mi padre. Con un escalofrío subiéndome la espalda me atreví a mirar su rostro y me encontré con la terrible mirada de la Diosa. En los pómulos de sus mejillas se asomaba un hueco, le faltaban pedazos de carne por todo el cuerpo, sus piernas de líneas curvas se habían transformado en muchas colas de serpiente, en restos de escamas acumulados.
Ella también me miró. Cuando se sintió revelada fue cuando mostró su otra cara de terrible forma. Escuché un alarido, un grito aunque sus labios no se movieron. El chillido se había instalado en mi interior. Algo para lo que no estaba preparado aún iba a ocurrir. Había sido un inconsciente. Cometí el atrevimiento de profanar lo sagrado por culpa del deseo, de mi ego. Supe entonces que moriría. Me entregué al llanto y sentí mi corazón reducirse en llamas. Estaba muriendo pero entonces también me invadió una enorme tranquilidad de pagar mi deuda, mi expiación se cumplía. Sentí también la dicha de morir presenciando a una mujer tan cercana a la divinidad, recordé a mi padre y me reconocí como un ser del agua.
Me encontraron al siguiente día. Todos mis objetos personales habían desaparecido, estaba descalzo. Asumieron que me había puesto una borrachera tremenda y no me preguntaron más. Pero yo sabía que una parte de mí había muerto. En el encuentro con la Diosa ocurrió una purificación y de mi aniquilación podría volver resurgir, junto a los hombres de las redes, junto a los dioses de lo invisible y la oscuridad.
